miércoles, 20 de enero de 2010

Cuadernos 75 El funeral según Roberto Miranda

Domingo, 22 de octubre de 1995, el Periódico de Aragón.
Encinacorba, a 7 kilómetros de Cariñena, paró ayer la vendimia. Sus 335 habitantes y su banda de 40 músicos salieron a la plaza para recibir al gran botánico Mariano Lagasca, que nació en el pueblo en 1776
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Lagasca ya descansa en Encinacorba
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Todo el pueblo se volcó en el recibimiento de los restos del botánico
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Roberto Miranda/ Encinacorba
El sol de mediodía rebotaba en los trombones y platillos de la banda de Encinacorba, y a la plaza engalanada iba llegando el gentío vestido de domingo, pese a estar el pueblo de media vendimia. Ya estaba el obispo Carmelo Borobia revestido con la mitra blanca y los hermanos de la Sangre de Cristo preparados con un pendón negro que tiene 140 años, cuando un grupo de chicos llegó a la plaza con los pulmones fuera: “¡que viene, que viene!”.
Hubo aplausos a la arqueta que encerraba los restos de Mariano Lagasca, nacido en este pueblo en 1776, que se marchó a estudiar de adolescente y volvía, 156 años después de su muerte, reconocido mundialmente como uno de los científicos más importantes de la ilustración, rescatado de una tumba en Pueblo Nuevo (Barcelona) de la que iba a pasar a la fosa común, por que nadie se hacía cargo de los costes. Un estudiante de Ciencias, David, dio el aviso por carta al Jardín Botánico de Madrid y el Justicia de Aragón se adelantó a recuperar los restos. El 4 de octubre lo exhumaron. La urna ha estado hasta ayer en San Cayetano. Cuatro hermanos de la Sangre de Cristo subían la arqueta desde la plaza hasta la iglesia ante un pueblo estremecido, mientras 40 músicos interpretaban la Marcha Fúnebre de Chopin. Había llegado el Justicia, el presidente de la DPZ, Ignacio Senao, que ha prometido ayuda para un monumento al gran hijo que volvía para siempre al pueblo. Medio millar de personas llenaban la iglesia del siglo XVI, de una sola nave y repintada en crema, con las dos tablas de Zurbarán al frente y la Virgen del Mar en el retablo. Se leyó el acta notarial de la entrega de los restos. El Justicia dio las tres llaves de la urna al alcalde, al cura y al juez de paz del pueblo. Descendientes de Lagasca, (que tienen un bar en la plaza de Salamero, en Zaragoza) pusieron un ramo de flores blancas a los pies de túmulo. Mientras el acto solemne discurría y sonaba música celeste (El sueño Eterno de Teixidor) en aquella gran nave, el escultor Alberto Pagmusat, (el autor de la plaza Europa), estudiaba en el jardincillo anejo de aligustres, dondiegos, rosales y abetos, la incidencia del sol para ver dónde colocar el monumento. Busto sobre columna. “El rostro, bondadoso, pero castigado, como fue su vida”, dice. Cuando se construya, será enterrado allí Lagasca, frente a la imponente sierra de Algairén, con la falda llena de viñas y trigos. Habó el obispo, con voz poderosa y ronca, de que “un pueblo sólo se engrandece cuando es agradecido con sus hijos”. No se oyó ni una sola tos. El alcalde, Javier Gil Casanova, pidió ayuda Senao para el monumento. Y la directora del Jardín Botánico Nacional, María teresa Tellería, explicó al pueblo quien fue aquel encinacorbero “docto, tenaz y apasionado”, que “en una época llena de sombras y rica en intrigas (reinado de Carlos IV y regencia de María Cristina), pagó muy cara la fidelidad a sus ideas”. Tellería dijo que Lagasca “vivió la quiebra de la ilusión ilustrada” y sufrió el destierro y la destrucción de su colección científica a manos del absolutismo. Cuando José Bonaparte quiso nombrarle director del Jardín Botánico, Lagasca se enroló como médico en el ejército que luchaba contra los franceses. Recogió hierbas, dijo, caminando a pie desde Valencia a Madrid y en Pajares descubrió la planta del elixir antituberculoso. Y fue “el observador entristecido de cómo los científicos ilustrados tuvieron que vender sus pertenencias para sobrevivir”. Juan Monserrat destacó a Lagasca como investigador y “ciudadano ejemplar y progresista”. Al final, cuando todo el mundo tomaba un vino en el ayuntamiento, dos ancianas retiraban telas del balcón frente a la casa del sabio y comentaban que “aún hubo más hace 40 años, cuando vinieron a poner la placa

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