lunes, 18 de enero de 2010

Cuadernos 73 Artículo de Guillermo Fatas

21 DE OCTUBRE DE 1995
SÁBADO
HERALDO DE ARAGÓN
*
LAGASCA
Por Guillermo Fatas
No sé por qué vías ha llegado a saber el actual Justicia de Aragón, Juan B. Monserrat, que los huesos de Lagasca iban a ir a parar, después de siglo y medio de quietud, a la fosa común de un cementerio barcelonés. El caso es que, a lo que parece, estaban allí a punto de ser desalojados por impago de los derechos que el mantenimiento de su tumba requería. ¡ Que miseria la vida, qué miseria la muerte! La oficina del Justicia ha actuado con sensatez y sensibilidad.
El día 21, los restos mortales del mejor botánico español serán depositados decorosamente en su zaragozano pueblo natal, Encinacorba, en una ceremonia solemne y sencilla cuya mera existencia lo reconcilia a uno con la dureza de esta tierra nuestra, capaz, como ha sido en el pasado, de aventar los huesos de Antillón.
Mariano Lagasca y Segura nació en 1776 y vino, de joven, a estudiar a Zaragoza, donde frecuentó nada menos que a Echeandía, un excepcional naturalista de origen navarro a quien la entonces brillante y activa Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País había encargado la Cátedra de Botánica por ella creada, pues la Universidad no la tenía. Surgió de todo aquello un excepcional Jardín Botánico, cercano a la actual Plaza de los Sitios, que fue, sin cesar, yendo a menos, mudando de aquí para allá, según los vientos de la enteca política educativa española, hasta perecer, de hecho, en las dos últimas mudanzas, que fueron de cuenta de la Universidad, al Paseo de Ruiseñores y a la calle del Doctor Cerrada, esto ya casi en nuestros días.
Lagasca empezó a trabajar pronto y bien, además de mucho.
Viajó por toda España, con un encargo de Cavanilles, responsable muy activo del Jardín Botánico de Madrid, y alzó catálogos científicos de innumerables plantas hispanas, con afinada pericia, sobre todo de las menos estudiadas hasta entonces, como los líquenes y los helechos. De su mano es la precoz observación, estupenda y poco conforme con las creencias de la época, de que las plantas cultivadas han sido, casi sin excepción, criaturas artificiales, nacidas del trabajo y la observación del hombre, porque la Naturaleza no las entrega en este estado tan pujante y productivo. Fue médico del Ejercito, y por eso le darán guardia, el día 21, en su nueva inhumación, soldados del Hospital Militar de Zaragoza, cuyo director, que es profesor y general, conoce bien la significación humana y científica del ilustre sabio aragonés, hombre de ideas avanzadas y liberales, que se sintió obligado a alistarse, a despecho de las ofertas napoleónicas, que entregó al Botánico de Madrid centenares de especies que logró aclimatar y que publicó, incluso durante la Guerra de la Independencia, un sinfín de trabajos. Se metió en política, por que creyó, en su cabeza de sabio tenaz y penetrante, que debía pagar ese tributo personal a la mejora de los españoles y defendió en las Cortes los ideales más modernos y racionales. La restauración absolutista de 1823 le resultó fatal: fue perseguido y escarnecido y los fanáticos destruyeron, en Sevilla, sus apuntes, sus escritos y sus preciosos herbarios, posesiones de un liberal cosas del diablo. Don Mariano hubo de huir a Londres, donde era perfectamente conocido, puesto que su obra había cruzado las fronteras e, incluso, logrado los honores de la traducción al alemán, por empeño de la Universidad de Stuttgart. Muerto el incapaz Fernando VII, pudo el aragonés volver do solía y dirigir, hasta su muerte, el magnífico Jardín Botánico de Madrid, al que dedicara tantos años y esfuerzos. Estaba a su frente cuando, en un viaje de circunstancias a Barcelona, le sorprendió la muerte en 1838. Ahora, después de tanto tiempo, un feliz suceso burocrático, que habla bastante penosamente de nuestros modos de ser, propicia el regreso de sus despojos a tierra aragonesa, gracias a la intervención del Justicia. Las corporaciones aragonesas debieran aprovechar la ocasión para hacer algo, enseguida, que convierta su larga vida de trabajo y su esfuerzo cívico y científico en una semilla permanente de ciencia y saber.

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